La obediencia está en el corazón del discipulado. Podemos "obedecer" por más de una razón. Si alguien amenaza con hacernos daño, podemos obedecer por miedo. Alguien también podría forzarnos físicamente a obedecer.
La obediencia que forma parte del discipulado no se trata de sumisión ciega, miedo o coacción. En el contexto del discipulado, la obediencia es el camino hacia convertirnos en la versión más plena de lo que estamos destinados a ser. El viaje de la obediencia no trata de alimentar el ego de Dios, como si se sintiera herido u ofendido si no cumplimos. No se trata de satisfacer su voluntad y mandamientos arbitrarios. Más bien, la obediencia es un ingrediente esencial en nuestra propia transformación hacia seres santos y sanados.
Cuando abrazamos la obediencia a la palabra de Dios, entramos en un proceso que nos forma en la santidad que Dios visualiza para nosotros. Esto no se trata simplemente de seguir reglas. Puedes seguir reglas sin ningún compromiso con lo que significan. Puedes ser un cumplidor de reglas y nunca crecer verdaderamente espiritualmente. Una verdadera obediencia de corazón implica entrar en una vida que es tanto saludable como santa. La obediencia es el catalizador que nos transforma en la versión de nosotros mismos que Dios pretendía desde el principio. Al obedecer a Jesús, encontramos no solo el cumplimiento del deber, sino la aceptación de lo mejor de Dios para nosotros.
Dios nos invita a seguir a Jesús y a hacer lo que él manda, no como un tirano que hace demandas, sino como un Padre amoroso que sabe que este camino es para nuestro beneficio. Es un empujón divino hacia nuestra sanidad e integridad. Es Dios llamándonos a dejar las fachadas y muletas que hemos tomado en el camino mientras enfrentábamos las duras realidades de la vida. En cambio, Dios nos llama a confiar en él tan profundamente que no necesitaremos esas fachadas y muletas.
El discipulado sucede en compañía de otros. Dentro de la iglesia, las personas se reúnen, trayendo consigo sus heridas y equipajes. Cada persona ha desarrollado habilidades y defensas para sobrevivir sus circunstancias únicas. Pero en el discipulado, se nos invita a dejar todo esto a un lado. Como dice Mark Batterson: “Dios no llama a los calificados. Él califica a los llamados.” Ser conocidos y aceptados por Dios nos empodera para participar en su obra. Al hacerlo, descubrimos que somos hechos completos.
Dios no llama a los calificados. Él califica a los llamados.
- Mark Batterson
En el discipulado, nos volvemos vulnerables ante los demás. La armadura que hemos construido para nosotros mismos–nuestras estrategias de supervivencia–se desvanece. Nos damos cuenta de que esas estrategias no solo son innecesarias, sino que son obstáculos para la verdadera vida que Jesús ofrece. El discipulado implica un proceso a veces gradual de derribar nuestras autodefensas, permitiendo que Jesús las reemplace con su seguridad y presencia. Es en esta entrega donde encontramos nuestra verdadera fortaleza.
En el discipulado, la obediencia se trata de dejar nuestras soluciones improvisadas y permitir que Jesús sane cada herida, cada pieza rota dentro de nosotros. Este proceso puede ser aterrador porque requiere renunciar al control. Para el perfeccionista en recuperación, por ejemplo, la idea de que puedes ser “suficientemente bueno” para Dios sin las insignias de mérito de los logros es revolucionaria. Reorienta nuestras almas hacia la gracia en lugar del rendimiento.
Y Jesús no solo hace este trabajo en nosotros por nuestro propio bien. Él se mueve a través de nosotros para alcanzar a otros. Nuestras heridas se convierten en ventanas a través de las cuales su amor puede brillar en las vidas de otras personas. Por lo tanto, el discipulado no es un esfuerzo en solitario, sino una peregrinación juntos hacia la integridad.
Vivir el discipulado auténticamente es complicado. No encaja perfectamente en programas o estrategias. Implica vulnerabilidad y riesgo. Significa lidiar con desencadenantes y enfrentar los aspectos de nosotros mismos que preferiríamos no confrontar. Sin embargo, en estos mismos desafíos reside el potencial para una sanidad profunda.
Aprendemos en el discipulado que, aunque Dios viene por nuestros ídolos y defensas, también viene tiernamente por cada herida. Este viaje de sanidad lo compartimos con nuestros hermanos y hermanas en Cristo. Juntos, aprendemos quién es el verdadero Jesús, y juntos, renunciamos a las cosas menores a las que hemos comprometido nuestra lealtad.
Mientras caminamos por este camino, abrazamos el hecho de que el discipulado está diseñado para llegar a las partes de nosotros que hemos escondido. El proceso no se trata solo de comportamientos superficiales, sino de llegar al núcleo, a cosas de las que quizás ni siquiera somos conscientes dentro de nosotros mismos. Dios, en su tiempo, ilumina estas áreas no para avergonzarnos, sino para invitarnos a verlas correctamente y a elegir seguir a Jesús en un viaje hacia la sanidad.
Obedecer a Jesús es embarcarse en una aventura de autodescubrimiento y apoyo comunitario. Es aprender los ritmos de la gracia y el poder de una vida vivida no en autosuficiencia, sino en dependencia divina. En esta obediencia, nos convertimos en quienes siempre estuvimos destinados a ser: reflejos del Dios que nos llamó, completos y santos, en su luz maravillosa.